..Cuando las primeras
gotas de sangre cayeron sobre el mármol blanco del lavabo se preguntó porque lo
había hecho. Un momento antes, al romper el precinto de la cuchilla esterilizada
y posarla sobre su muñeca extendida, contemplando el balanceo, a un lado y a otro,
de la brillante pieza metálica sobre su carne pálida y ligeramente azulada, estuvo
convencido de su decisión. Después, la sostuvo entre dos dedos y, presionando
con fuerza desde la izquierda, asestó un golpe firme y taxativo. En un instante
los ojos se le cristalizaron y noto las primeras lagrimas de rabia y de dolor
cayéndole por unas mejillas que comenzaban a palidecer. Un segundo, solo un segundo
pudo mirar el resultado de su acción, primero, una línea roja y finísima en horizontal
partía por la mitad esas otras líneas azuladas y difusas bajo la piel, luego,
la herida se abrió, solo unos milímetros, y la sangre empezó a verterse abundante
y rápida, primero sobre la muñeca, después como una cascada se vertió sobre la
palma de su mano y entonces, como gotas rojas de lluvia, se deslizaron entre los
dedos y cayeron sobre las limpísimas baldosas blancas. Pero ahora, llegado a ese
punto, se preguntó el porque y no encontró una respuesta.
El motivo?, no
estaba obligado a tenerlo. La razón?, menos aún, llegados a ese punto no se le
puede pedir a nadie que razone. La primera vez, los médicos le diagnosticaron
depresión profunda; es la explicación científica que da la medicina cuando en
realidad no se tiene ninguna. Fue hace dos años, cuando volviendo a casa del instituto
decidió sin mas tragarse una caja entera de tranquilizantes. Hasta veintitrés
pequeñas píldoras blancas se tomo, concienzuda y conscientemente, bebiendo una
vaso de agua cada tres para hacerlas pasar mejor. A partir de la docena de pastillas
comenzó a sentir una punzada fuerte en el esófago, y a partir de la veintena era
un dolor realmente fuerte que se extendía por todo el cuello, pese a ello, hizo
un esfuerzo para tragar las tres últimas píldoras de la caja, como el paciente
sumiso que toma la medicina que cree que va a curarle. Unos minutos después el
estómago le pesaba como si fuera de acero, con pasos lentos e inseguros salió
de la cocina y llegó hasta el sofá en el que se tumbó creyendo que nunca volvería
a levantarse. Pasaron unos minutos, pudieron ser cinco o cincuenta, el dolor que
le nacía en las tripas le nublaba la conciencia del tiempo transcurrido. De repente
el tremendo dolor de cien puñales clavándose sobre su abdomen empezó a subir con
la velocidad de una serpiente por los pulmones, abrasándolos, por la traquea,
devorándola, por el esófago, derritiéndolo, para acabar saliendo por su boca en
forma de vómito caliente y marrón repleto de numerosos y minúsculos puntos blancos.
Y así, con ese asqueroso espectáculo sobre su boca, cuello, sobre su pecho y sobre
aquel jersey negro que tanto le gustaba, se desmayó, y una vez inconsciente hubiera
podido dormir una vida entera. Después solo recuerda imágenes, instantes fugaces,
la voz histérica de su madre gritando; hijo mío! Hijo mío!, las bofetadas en la
cara de su padre para despertarlo, y luego, las luces y el movimiento de la ambulancia
como si fuera una montaña rusa, y el tacto de la mascarilla de oxígeno sobre su
cara, y mas gritos de su madre; hijo mío! Pero que has hecho! Y las cama del hospital,
y la punzada en el brazo para inyectarle el suero, y mas gritos de su madre, ya
a lo lejos fuera de la habitación, y al final, los primeros rayos de luz del día
siguiente colándose por la ventana e iluminándole la cara cansada.
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