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El Suicida Accidental ( 1 )
Oriol Navarro Pàmies

..Cuando las primeras gotas de sangre cayeron sobre el mármol blanco del lavabo se preguntó porque lo había hecho. Un momento antes, al romper el precinto de la cuchilla esterilizada y posarla sobre su muñeca extendida, contemplando el balanceo, a un lado y a otro, de la brillante pieza metálica sobre su carne pálida y ligeramente azulada, estuvo convencido de su decisión. Después, la sostuvo entre dos dedos y, presionando con fuerza desde la izquierda, asestó un golpe firme y taxativo. En un instante los ojos se le cristalizaron y noto las primeras lagrimas de rabia y de dolor cayéndole por unas mejillas que comenzaban a palidecer. Un segundo, solo un segundo pudo mirar el resultado de su acción, primero, una línea roja y finísima en horizontal partía por la mitad esas otras líneas azuladas y difusas bajo la piel, luego, la herida se abrió, solo unos milímetros, y la sangre empezó a verterse abundante y rápida, primero sobre la muñeca, después como una cascada se vertió sobre la palma de su mano y entonces, como gotas rojas de lluvia, se deslizaron entre los dedos y cayeron sobre las limpísimas baldosas blancas. Pero ahora, llegado a ese punto, se preguntó el porque y no encontró una respuesta.

El motivo?, no estaba obligado a tenerlo. La razón?, menos aún, llegados a ese punto no se le puede pedir a nadie que razone. La primera vez, los médicos le diagnosticaron depresión profunda; es la explicación científica que da la medicina cuando en realidad no se tiene ninguna. Fue hace dos años, cuando volviendo a casa del instituto decidió sin mas tragarse una caja entera de tranquilizantes. Hasta veintitrés pequeñas píldoras blancas se tomo, concienzuda y conscientemente, bebiendo una vaso de agua cada tres para hacerlas pasar mejor. A partir de la docena de pastillas comenzó a sentir una punzada fuerte en el esófago, y a partir de la veintena era un dolor realmente fuerte que se extendía por todo el cuello, pese a ello, hizo un esfuerzo para tragar las tres últimas píldoras de la caja, como el paciente sumiso que toma la medicina que cree que va a curarle. Unos minutos después el estómago le pesaba como si fuera de acero, con pasos lentos e inseguros salió de la cocina y llegó hasta el sofá en el que se tumbó creyendo que nunca volvería a levantarse. Pasaron unos minutos, pudieron ser cinco o cincuenta, el dolor que le nacía en las tripas le nublaba la conciencia del tiempo transcurrido. De repente el tremendo dolor de cien puñales clavándose sobre su abdomen empezó a subir con la velocidad de una serpiente por los pulmones, abrasándolos, por la traquea, devorándola, por el esófago, derritiéndolo, para acabar saliendo por su boca en forma de vómito caliente y marrón repleto de numerosos y minúsculos puntos blancos. Y así, con ese asqueroso espectáculo sobre su boca, cuello, sobre su pecho y sobre aquel jersey negro que tanto le gustaba, se desmayó, y una vez inconsciente hubiera podido dormir una vida entera. Después solo recuerda imágenes, instantes fugaces, la voz histérica de su madre gritando; hijo mío! Hijo mío!, las bofetadas en la cara de su padre para despertarlo, y luego, las luces y el movimiento de la ambulancia como si fuera una montaña rusa, y el tacto de la mascarilla de oxígeno sobre su cara, y mas gritos de su madre; hijo mío! Pero que has hecho! Y las cama del hospital, y la punzada en el brazo para inyectarle el suero, y mas gritos de su madre, ya a lo lejos fuera de la habitación, y al final, los primeros rayos de luz del día siguiente colándose por la ventana e iluminándole la cara cansada.

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